Ruido, tanto ruido.
El silencio me trastorna, por eso me voy a cualquier lugar donde el ruido
externo sea tanto que el que traigo en mi cabeza se confunda y se pierda entre
los ruidos de otros. He de decir que mi ruido suele ser bueno, muy obediente.
Es tan sociable y tan orgulloso de sí mismo que en cuanto le abro la puerta y
conoce a otros ruidos se integra fácilmente. Pero también es muy caprichoso y
en cuanto todo alrededor se silencia, acribilla mi mente. Por eso lo entretengo
hasta muy tarde. Lo llevo a la cama cuando está exhausto para que el ruido
inevitable que precede al sueño, pase discreto. Lo que pasa es que ahora se me
están agotando los lugares estridentes, llevo tanto tiempo así que ya mi ruido
se está aburriendo. Pobrecito, yo lo entiendo, la rutina lo tiene harto.
Y es que solemos
iniciar el día con los taladros en las calles, esas detonaciones, una tras otra
casi lo llevan al éxtasis. Yo siento su emoción cuando cierro los ojos y lo
dejo salir libremente a saludarlas. Claro que hace su berrinche cuando los
taladros quedan inertes en el suelo mientras los obreros se sientan junto a
ellos a comer. Entonces intento entretenerlo
con el zumbido de los autos, pero eso no es suficiente. Así que me lo llevo a
la vuelta de la esquina donde hay una ruta de tracto camiones. Esto sí que le
encanta, conocer el arranque de los motores y la lentitud con que se mueven
esos mastodontes lo llevan a un estado de elevación.
Pero ahí también
llega la hora de sosiego y entonces me lo llevo a la lavandería. El ruido de
las máquinas, aunque leve, lo entretiene bastante. Pero no es sólo por el
“chaca-chaca” de las lavadoras, sino también por el chismorreo entre la amas de
casa que se aglutinan a esa hora. Entre el sacudir de la ropa sucia, el rechinar
de los controles, el verter de los detergentes y el estruendo del caer de las
tapas, se escapan algunas bromas, quejas familiares, actualizaciones de la
telenovela de la tarde y recomendaciones para el candor de la ropa blanca. Mi
ruido ahí es feliz. Le encanta perderse entre esas voces agudas de jolgorio. Mas el llamado de sus responsabilidades pronto
expulsa a las mujeres del lugar y entonces la lavandería se vuelve un lugar
especialmente fastidioso. A esa hora es
cuando llegan los aburridos solterones a lavar una muda de ropa que simplemente
vacían en el cilindro para sentarse a leer el periódico y empinarse su gran
termo de café con tremendos sorbos. Eso vuelve loco a mi ruido, se desespera y
me empieza a patear la cabeza con sus combatientes botas de recuerdos.
Salimos de prisa.
Con la prisa del
escape también llega el hambre. Vaya forma de empeorar la situación, por un
lado el retumbe lacerando mi sien y por otro el gruñir de mi estómago atacando
a mordidas los pocos órganos en buen estado que me quedan. Entonces me voy al
comedor más cercano donde haya menos gente. A esa hora, me doy el lujo de
torturarme. El ruido de los restaurantes, pero sobretodo la falta de plática de
los comensales me recuerda todo. Por más que el ir y venir de los meseros y el
repiquetear de los cubiertos intenten arrancar mi ruido, yo me aferro a él en
ese momento.
Sí, tengo mi hora
masoquista.
Y ahí, sentada,
entre el silencio imperante de los solitarios, dejo que el ruido haga fiesta en
mi mente. Mientras dura la fiesta me lleno la boca para no darle tiempo al nudo
en la garganta y aprieto los ojos para exprimir las lágrimas. El dolor de
estómago poco a poco se calma mientras que el ruido apuñala mi cabeza. El ruido
no cede, no se cansa, quiere seguir la fiesta.
La explosión es
incontrolable. Salgo corriendo, me pego en la ventana del bar más cercano,
esperando a que mi ruido se mezcle con los de adentro.
Así es mi batalla cada
tarde. Es la hora más larga del ruido insumiso que disfruta atraparme.
Sufriendo así espero
el momento del cansancio.
Aguanto esperando
la hora que me lleve al ruido.
Al ruido que
precede al sueño.
Al sueño que me
lleve al ruido sin intención.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarExcelente escrito, personalmente lo tome muy reflexivo.
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