Una hoja en blanco. Un blanco brillante, luminoso, cegador a los ojos
negros que la miran. Ayer le dijeron “escribe esto”, por encargo. Hoy, con
libertad de inventarse una historia, las ideas se han quedado quién sabe dónde.
Y la hoja blanca sigue ahí, alumbrando la habitación helada, bajo el cielo
blanco de octubre. Él se pasea
atrevidamente alrededor, pero vuelve a la hoja tras su reclamo. Una hoja con su cara albina, amenazante,
retadora. “Sí, ya te he entendido“, dice con un parpadeo que sólo las hojas en blanco
podrían comprender. Entonces cierra los ojos.
Hay uno, dos, tres segundos de calma hasta que el fulgor de la hoja
atraviesa sus ojos cerrados. Dice “Eso,
justamente, ponlo aquí, ponlo aquí…”. Pero ahí no hay nada. Abre los ojos y se
desliza lentamente a la cocina por una taza de café. Sorbo a sorbo sus manos se
calientan, los dedos adquieren flexibilidad y brío. A la distancia, la luz desde el cuarto contiguo llama. Le
brillan los ojos. Taza en mano, apaga la luz de la cocina. Los pies llegan
hasta el quicio de la puerta y ve finalmente a la hoja inerte, con una mirada
desafiante, casi burlona. “Bien,” hace un guiño, y con la mano libre escribe en
el papel. Hay un largo suspiro, y después de uno, dos, tres sorbos al café, una
hoja en el puño cerrado.