22 de mayo de 2015

Ottawa

El indio era Ottawa. Vivía de recoger latas y botellas que luego vendía en las máquinas de las tiendas Kroger. Salía de su camper muy temprano y recorría los parques de los alrededores; eso porque sabía que los lunes en las mañanas era muy seguro encontrar algo (en el Clark más que en todos), y que los fines de semana se llenaban de inmigrantes mexicanos que jugaban voleibol, o hacían picnics, o se emborrachaban, y siempre dejaban contenedores rebosantes de aluminio y vidrio útil para la venta. 

No le iba mal. Aunque tuviera una sola mano y viviera solo, no le iba mal. 

Después de un día de recolección se sentaba en una silla mecedora a beber café y mirar como sus vecinos pasaban las últimas tardes del verano: unos fumando mariguana y escuchando rock de la vieja escuela: Grateful Dead, The Doors, Kansas, o cosas desconocidas y mohosas para su gusto musical. Los demás se entretenían leyendo periódicos de otros días, como si el pasado impreso en papel barato aún tuviera un valor, o deambulando con el torso desnudo y cabizbajos (la zona era un hervidero de “veteranos” de guerra), como si fueran acorralados por fantasmas. 

Así el indio se pasaba las tardes. En silencio, mirando con el rostro duro, como tallado en fina madera de roble, lo que había quedado de la efímera nación del Jefe Pontiac. Prácticamente nada, solo conjeturales ruinas, todas enterradas. Como su lengua, o su mano devorada por un torno de tres rodillos, o su estirpe de guerreros, una casi desaparecida de la tierra. 

A lo lejos, las plantas de automóviles que se asentaron sobre sus territorios eran como mausoleos de alguna mala broma post-industrial. Viejo hogar de una tribu de obreros derrotados vueltos polvo y, al final, olvido.



Unknown

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1 comentarios:

 
biz.