25 de noviembre de 2014

En el segundo recinto





Llegó a casa cerca del mediodía: le gustaba la soledad y el silencio que se respiraba en cada rincón de su santuario. Su hermano en otra ciudad, su madre en la iglesia y el desgraciado de su padre tres metros bajo tierra, a Dios gracias .

Salieron huyendo de las deudas, pues una mujer sola no podría absorber tales compromisos productos del juego, la borrachera y sabrá el demonio que más. Era indignante ver a su pobre madre mendigar por una prórroga de dos días, soportar que la vieran esos infelices con una lujuria que hasta a él le hacía hervir las entrañas. Aunque muchas veces pensaba que si ella accediera a las peticiones de alguno de ellos, su vida mejoraría no tendría que dejar a Vero, a quien le encantaba explorar y hacer que sus mejillas se tornaran de mil colores. Puta a fin de cuentas, como todas las mujeres.

Odiaba el día que tuvo que dejar su pueblo, arrastrando dos maletas, cabizbajo tras su madre. Le carcomía el cerebro recordar a Vero diciéndole: Joaquín, no me dejes ahora… Quiso gritar, patalear y hacer valer su voz, arremeter contra la frágil determinación de su madre como lo había hecho siempre; estaba dispuesto incluso a no respirar, a matar de nuevo a su padre con tal de quedarse, pero no lo hizo. Dejaría de vivir para los recuerdos, tomaría las riendas de su vida como quisiera, abandonó la idea de dios y los demonios y en alguna parte del viaje, su mente torció el camino.

Y ahora se encontraba la jodida carta escrita con la impecable letra de su madre:

Quinito:

Yo te dije que no podías seguir con tus malsanas aventuras…

Desvió la mirada para recordar las tetas blancas y el cuerpo maduro de la que fue su mujer. De su olor a polvo seco, de sus años marchitos y de la locura que tenía en el corazón tan joven. Que a sus 19 años una matrona de tales cualidades lo hubiera seguido como girasol al astro padre era de sus más grandes logros. Cómo la había perseguido por todos los lugares, apelando a su amor, a su inocencia, a su pasión y al último la doblegó con su perversión.

Hablé de tus chingaderas con el señor cura…

¿Qué ella que? ¡Cómo pudo hacerle eso! Que hablara con ese fósil sobre sus cargos de conciencia era una, pero que le hablara de la vida e intimidades de su hijo no tenía nombre. Ese vejete con ideas arcaicas no podía opinar nada del amor carnal porque simplemente no sabía que era. Volvió a sentir como se le nublaba la vista y su cabeza palpitaba, deseó tenerla de nuevo entre las manos para poder ejercer presión sobre su cálido cuello y arrebatarle el placer de acabar con su vida.

Por la memoria de tu abuela te juro que no puedo vivir con esto. Hoy terminará nuestra locura.

Siempre sacando a su nana en los momentos de arrepentimiento. Debería mencionarla cuando la hacía bramar como perra en celo.

Te espero en el infierno.
Tu madre que te ama.





Satélite Jack

Author & Editor

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Todo por unos escurrimientos, por ser un chilpayate que se cree mayorcito. La culpa no la tiene el padre sino el que lo hizo un desmadre.
    Bueno, no todos los pinches desmadrosos vienen en cadena.
    La mueves bien crema.

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biz.