Los domingos se sentaba al sol desde temprano. Ese domingo tenía que ser
igual que todos y lo era. Despertar, abrir los ojos a la primera sensación de
seguir vivo. Palpar el camino desde la cama al buró para alcanzar los anteojos.
Fijar la vista en las manchas de humedad en el techo, sentir el frío en los
huesos y rescatar la energía mínima para salir de la cama en busca del sol. Mientras
descubría su cuerpo enclenque pensó, “Un día más”. Poco a poco se sentó en la
cama y comenzó a reconocer sus cosas. Todo debería estar en su lugar, y lo
estaba. Las sandalias colocadas justo donde sus pies pisaban, la bata
calientita sobre el respaldo de una silla, el vaso en la mesilla con la
dentadura que hacía meses no usaba y los rayos tenues de sol que a diario
entraban por la ventana.
Con movimientos parsimoniosos logró ponerse la bata y calzarse las
sandalias. La boca desdentada y reseca, le hizo pasarse la lengua varias veces
por los labios. Se ajustó los lentes detrás de las orejas frías y se dispuso a
dejar la habitación, llevándose su olor a viejo y a moho. El trayecto hasta la
puerta que daba al patio no era tan largo, pero sus pasos pesados y vacilantes,
no le permitían avanzar tan rápido. “Vamos pies, vamos manos”, se dijo,
anhelando sentir pronto la calidez del día sobre su piel marchita.
Después de siete a nueve pasos, que le parecieron 30, llegó a la puerta,
jaló el resorte que aseguraba su casa en la noche, salió, dio una ligera vuelta
a la izquierda y ahí estaba su silla. Se dejó caer en ella abruptamente,
intentando tragarse de a una el aire fresco de la mañana, “tranquilo”, pensó y
decidió serenarse. Cerró los ojos, inhaló profundamente irguiendo el pecho y
una sonrisa le fue dando forma a sus labios. Al exhalar abrió los ojos. Todo
tenía que estar dispuesto para esa mañana y lo estaba. La higuera, los
geranios, las rosas, la ruda, la hierbabuena y los rayos del sol tocándole sus
espacios.
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